En una sociedad como la actual, se encuentra invertida la escala de valores y la prioridad de los mismos, al punto que la gran mayoría privilegia las cosas materiales para heredar a sus generaciones presentes y futuras, sin reparar en el hecho cierto que la educación constituye la mejor herencia y un patrimonio intangible para cada individuo y para la sociedad.
Esta afirmación es tan cierta que muchas veces escuchamos, y con razón, que la educación redime la pobreza; nada tan real que el desarrollo individual y colectivo depende en gran parte del nivel de formación y educación que recibimos.
Esta circunstancia hace que hoy existan países del primer y tercer mundo, la diferencia está en que países como Francia, Alemania, Japón y ahora los llamados tigres asiáticos son los que van marcando la distancia abismal con países como África o Latinoamérica. En estas sociedades desarrolladas, las tasas de analfabetismo están en cero mientras en países pobres es hasta del 30%.
Si la tecnología va de la mano con la educación, es de suponer que entonces estos pueblos relegados y pobres del mundo también se encuentran a varias decenas de años del desarrollo tecnológico. Los gobiernos por tanto, tienen la obligación de hacer efectivo el derecho a la educación con calidad, eficiencia, tecnología de punta; así represente una inversión alta para el Estado.
Mientras más alta sea la inversión en educación, más nos acercaremos a un real mejoramiento de la calidad de educación; solo así el Estado estaría pagando gran parte de la deuda social que por décadas ha hecho que amplios sectores de la población permanezcan relegados, sin acceso a la educación, salud, vivienda, inclusión social, participación democrática, condiciones básicas para el Buen Vivir.